miércoles, 25 de agosto de 2010

Retenciones y la retención del discurso

Por Lic. Arturo Trinelli

Luego del gran protagonismo que asumieron en épocas de debate sobre la Resolución 125 que les posibilitó dominar la agenda mediática durante bastante tiempo, las corporaciones agropecuarias han vuelto a fondo con un renovado reclamo por la eliminación de las retenciones a las exportaciones. Nuevamente el pedido consigue su punto máximo de expresión en el discurso del presidente de la Sociedad Rural Argentina al inaugurar una nueva exposición anual, pero con la insólita característica de transformar la institución de Biolcati en una suerte de Parlamento bis donde los principales dirigentes de la oposición se dieron cita para deliberar. De esta manera, por un instante no fue el pueblo quien gobernó a través de sus representantes sino la Mesa de Enlace y sus dirigentes quienes interpelaron a la clase política, alentando una peligrosa corporización del debate que cuanto menos distorsiona la tan remanida demanda por calidad institucional que se le hace al Gobierno, desplazando al Congreso, el ámbito natural de deliberación de todo legislador, por una institución cuya trayectoria en la historia nunca se caracterizó precisamente por el respeto a los poderes de la República.
Entre otras críticas de quienes hoy por hoy se reconocen como principales opositores al kirchnerismo, se volvió a hablar sobre la supuesta falta de confianza de los empresarios para invertir en el país. Se trata ni más ni menos de la dimensión económica de otras críticas que se estructuran en el mismo eje opositor, como el “aislamiento del mundo” para reclamar una nueva inserción argentina en el exterior, que en general suele privilegiar la buena conducta frente a las grandes potencias (expresada en el acatamiento acrítico de las recetas económicas de los organismos multinacionales de crédito, propio de los noventa) por sobre la alianza estratégica con los vecinos sudamericanos para reforzar la región de las políticas de esos organismos y la influencia desmedida de sus intervenciones ante cualquier controversia que pudiera surgir, como la más reciente entre Colombia y Venezuela, resuelta gracias a una eficaz gestión de Unasur. Así, superar los conflictos regionales con instituciones autóctonas no sería un indicador de inserción mundial ni posicionamiento geopolítico sino todo lo contrario, se trataría de un peligroso aislamiento que nos coloca en la periferia de las preferencias de las principales potencias.
El correlato a nivel doméstico que configura este tipo de pensamiento es naturalizar una supuesta impotencia estatal para implementar cualquier tipo de regulación, evitando hostilizar a los mercados, donde la intención recaudatoria del Estado en realidad escondería simplemente la intención de “hacer caja”. De manera que falta de confianza o inseguridad jurídica más aislamiento del mundo parecen ser lo nuevo del viejo reclamo del conglomerado empresario opositor, que expresa la imposibilidad de renovar un discurso sostenido desde hace décadas y que con diferentes matices confluye siempre en las mismas demandas. Salvo, claro está, que el Estado delegue totalmente estas atribuciones al mercado y en consecuencia quede simplemente reducido a ser fiscal de las extraordinarias ganancias de quienes desde siempre se han favorecido de estas demandas para hacer valer sus intereses corporativos y económicos. Por lo tanto, no hay nada original en el pensamiento de derecha argentino. Peor aún: expresa la imposibilidad de articular un discurso innovador y refleja lo frágil de sus argumentaciones si lo único que tiene para ofrecernos es quedarse añorando las épocas de “granero del mundo” mientras se perseguían trabajadores y se anulaban derechos civiles y políticos.


Afuera es mejor


Hasta aquí, entonces, nada nuevo. El discurso de Biolcati y de los dirigentes políticos que lo avalaron con su presencia es el reflejo de la elite política Argentina de hace cien años, pero en el 2010. Lo que sí se observa una y otra vez por parte de un influyente sector del mundo empresario y de los políticos encolumnados detrás de sus demandas es un intento claro por deteriorar al gobierno. El problema es que para los empresarios de nuestro país, o la mayoría de ellos, nunca es oportuno invertir en la Argentina. Sea por falta de confianza o inseguridad jurídica, siempre resulta más tentador enviar el dinero afuera que invertirlo localmente en actividades que generen riqueza y trabajo. Así se promueve un círculo vicioso donde la continua apuesta por las inversiones en el exterior contribuye a la precariedad de la economía. Parte del empresariado local es reticente a la generación de actividades productivas, por lo que en la actualidad el Estado debe asumir esa función casi en soledad. La falta de una burguesía con conciencia nacional y apuesta por el desarrollo local ha sido una constante en la Argentina, sea por acción u omisión de la propia clase empresaria o por haber sido ese Estado, en especial durante los noventa, capaz de erosionar sus propios fundamentos de legitimidad regulatoria frente a esa burguesía.
El cortoplacismo en el que se mueve el empresariado local torna más rentable la maximización de ganancias ante el elevado precio internacional de la soja. En consecuencia el interrogante que se plantean es: por qué ceder parte de la riqueza a un Estado que lo utilizará para abultar la "caja" y fomentar el “clientelismo”. La idea es que invertir en la Argentina no vale la pena y es mejor tener el dinero en el extranjero porque nuestro país no ofrece las garantías de inversión suficiente para volcar los recursos aquí. Los más de 150 mil millones de dólares que tienen los argentinos en el exterior son una prueba de ello.
No hace falta rastrear los personajes que siempre dominaron la escena de la Sociedad Rural Argentina para darse cuenta la orientación política de quienes son sus interlocutores en la actualidad. Lo que sí resulta penoso es que muchos dirigentes políticos, que hicieron de la distribución de la riqueza y de los principios de la justicia social ejes de su discurso, hoy confluyan sin ningún cuestionamiento a escuchar estas argumentaciones que son características de la derecha argentina desde el fondo de la historia.

Un modelo en disputa

La soja es una actividad rentista que, sin otro factor de tanto peso como la suerte de quienes poseen tierras fértiles, ha generado un volumen de ganancias para sus propietarios semejantes a cualquier otro tipo de actividad extractiva, como la de hidrocarburos o minería. Pero también representa la paradoja de los países que, ricos en recursos naturales, son al mismo tiempo subdesarrollados: en la medida en que basan su estructura económica en la explotación de esos recursos, no logran dinamizar otros sectores de la economía ni el capital o el trabajo asociados a esas actividades. No se pone en juego ningún factor de producción más que las bondades de la naturaleza. Por eso la renta que se genera es tan grande en relación a otras actividades que requieren de otros costos de producción, mucho más elevados que sembrar la tierra. Por lo tanto, en la discusión por las retenciones, también está en disputa la discusión sobre un modelo de acumulación: seguir confiando en la naturaleza y sus recursos, muchos de ellos no renovables (un día se terminará el petróleo, algún día no habrá más montañas para dinamitar en la búsqueda de minerales) o por el contrario apostar a otras actividades productivas que no reduzcan la actividad económica exclusivamente a industrias donde lo único en juego son las bondades de la naturaleza, sin ningún otro tipo de riesgo empresario.
Por supuesto que el boom sojero es una realidad que tiene su explicación en el empuje de grandes economías que demandan alimentos, como China o India. Pero la historia de nuestro país también demuestra que ser exclusivamente un productor de alimentos para abastecer a un puñado de naciones no es más que perpetuar la dependencia y el subdesarrollo económico si las ganancias que propicia la soja, tan importantes en la actualidad, no se utilizan para el desarrollo de otras industrias que le permitan a la Argentina asegurarse un futuro más allá de la oleaginosa. El boom es efímero por definición: si la producción de soja fuera rentable por siempre ya no sería un boom, su modelo no estaría en cuestión y la Argentina ya habría encontrado en ella las puertas al desarrollo. El problema es que en nuestro país cualquier proceso de industrialización que se ha intentado encarar siempre ha confrontado con esta demanda de las corporaciones rurales por ser productores de alimentos y basar la economía nacional exclusivamente en las bondades “del campo”. De allí que parte del discurso se estructure en torno a pretender identificar las demandas del campo con las del conjunto de la sociedad y hacernos creer que “cultivar la tierra es servir a la patria”.
La inquietud radica entonces en pensar para qué utilizarían las corporaciones agropecuarias los miles de millones de pesos que el Estado dejaría de percibir si se eliminaran los derechos de exportación. ¿Lo harían para invertir en el país y desarrollar tecnología de punta para incorporar un desarrollo mayor a la producción de la soja en la cadena de valor? ¿Destinarían esos recursos a fomentar prácticas productivas compatibles con el medio ambiente, de manera de atenuar el impacto del glifosato sobre el suelo? O, mejor aún, ¿resolverían la permanente tensión entre volcarse a la producción de lo más rentable garantizando el abastecimiento de otros bienes a nivel local, de manera de asegurar la soberanía alimentaria de los argentinos? Las respuestas a estos interrogantes continúan abiertas, mientras el discurso de las corporaciones en defensa de sus intereses se perpetúa retenido en el tiempo a costa del futuro de nuestra nación.

Arturo Trinelli
Licenciado en Ciencia Política (UBA)


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